Imagina una termita. Ponle cara. Familiarízate con ella. Pero en serio, hazlo. Esa termita está dentro de una tabla de madera. Hay más termitas en esa tabla. Hay más tablas alrededor y más termitas en esas tablas. Las tablas están dentro de un gran barco. Un barco abandonado en alta mar. Construido con un millón de tablas de madera, todas llenas de termitas. Están por todas partes. Comiendo madera, durmiendo, follando. Haciendo cosas de termitas. Pero fundamentalmente comiendo madera, durmiendo y follando. Este barco navega a la deriva en el Atlántico, o quizá en cualquier otro océano. Navega en círculos, movido alternativamente por corrientes contrarias. Ahora hacia allí, ahora hacia allá. Nadie va a encontrarlo nunca, ninguna ruta marítima pasa cerca de sus coordenadas. No paran de comer madera, han reducido el peso de la nave a la mitad, todo está lleno de agujeros. Ninguna termita en ese barco sabe nada de lo que hay afuera. Pero tu termita, la que tiene cara, se huele algo. Esta mañana le ha dado el sol por primera vez, alguna compañera de viaje comió la última astilla de un tablón que la mantenía a la sombra. Y no ha podido evitarlo, ha mirado hacia arriba. Estaba amaneciendo. Las termitas no son muy inteligentes, su función no es pensar. Pero la tuya tiene cara, tú se la pusiste. Y ahora va a morir. Y ahora lo sabe. Por tu culpa. Como tiene cara, tiene alma; y las almas tienen corazonadas. Y tu termita ha tenido una. Sabe que va a morir. Tu termita se despereza. Se yergue, repta por encima de las tablas y de las otras termitas. Y sube por el mástil de proa, lugar húmedo y salino donde aún no han anidado otras. Saca la cabeza a ese abismo azul que hay bajo el barco. Y allí la tienes, parada, mirando el horizonte y apunto de morir al sol. Se está partiendo el culo, como es lógico.
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