Un día más de camino al periódico:
Es la hora de ir al trabajo. Me arreglo, me calzo el MP3 y cierro la puerta. Salgo de mi jaula de parqué, yeso y vidrio y me topo con mi primera fantasía, una legión de saetas que me está lanzando el sol para que no me atreva a salir a la calle, para que siga dentro de la caja en la que duermo. Parece que sus flechas sepan perfectamente a dónde tienen que llegar, cada una de ellas hace diana en uno de mis poros, y corro a cobijarme en la sombrilla de un Quiosco. Aquel champiñón de cultura efímera, de endeble sabiduría reciclada con olor a tinta me guarece de la tempestad amarilla durante unos segundos. Sigo mi camino, una procesión de carrozas de colores vivos y metálicos pasa ante mí como la vida ante los ojos de un moribundo y, cuando el duende verde que habita dentro del semáforo me da el chivatazo de que ya es seguro cambiar de acera, prosigo con paso firme mientras el MP3 me inyecta una de Pearl Jam por las orejas, como si de un suero lisérgico se tratara. Camino entre gigantes de hormigón que no parecen molestarse porque la gente entre y salga de sus vísceras parasitando su interior. Por el camino encuentro todo tipo de personajes, de chalecos amarillos, con prisa, con pausa, algunos ni siquiera tienen ojos y, en su lugar, unas extrañas placas oscuras por encima de la nariz reflejan lo que deberían dejar pasar dentro del cráneo, como si ya estuvieran hartos de ver siempre lo mismo. Por fin algo nuevo, una madriguera, gente entra y sale de ella, gente de muchas razas, tamaños y formas; la madriguera parece profunda, y unas escaleras que se mueven solas me ayudan a penetrar en la inmensidad de sus gargantas ¿quién sabe qué extraños pobladores morarán estos lares? Pronto lega la respuesta a mi pregunta: un ruidoso gusano antropófago ha parado sobre su panza justo al lado de un montón de gente que sin levantar la cabeza del suelo penetra en él. Al principio no me atrevo, dudo, miro alrededor, el interior no parece tan dañino. Entro también. Enseguida empiezo a pensar que ha sido mala idea, se está moviendo, cada vez más rápido y cada vez de forma más ruidosa. Dentro, el bamboleo de sus sacudidas se ahoga entre las personas, algunas sentadas, otras de pie, algunas vivas, otras no tanto. Sus expresiones son vacías, grises, empiezo a pensar que todo el mundo se ha dejado la cara en casa. Otro chute, esta vez necesito algo fuerte, probaré con Pink Floyd. El gusano se para en seco y sus branquias se abren de nuevo. Gente entra y sale, entra y sale, entra y sale, esto empieza a resultarme un poco obsceno. Otro gusano yace tumbado unas galerías más allá, alimentándose de los cuerpos que han salido de este, un dantesco espectáculo de terror y escatología que no parece sorprender a nadie. Yo me he agarrado a una de sus venas, unos tubos amarillos que cruzan su interior de forma transversal. Los parones y acelerones se siguen sucediendo hasta que decido salir. No es difícil encontrar el camino a la parte de fuera, sigo a los muertos que, como yo, han decidido que el mundo de las profundidades no es para ellos, ese submundo que está alojado debajo de otro submundo que se llama Madrid parece robar el alma a la gente: la desazón y la apatía se pueden acariciar al paso de los transeúntes, como estelas de tedio que no se ven. Me encuentro en Sol, el kilómetro cero. Bien, esta parte la conozco, la he visto en televisión. Realmente, creo que todo lo que conozco es porque lo he visto en televisión. La cantidad de gente por metro cuadrado ha aumentado considerablemente. El paisaje que se describe en este lugar me recuerda a la agonía que deben pasar los garbanzos en remojo, ahogados, apelotonados, intentando concienciarse de que no habrá un mañana para ellos, y que si lo hay, quizá sería mejor que no lo hubiera. No aguanto más, tengo que volar. Ahora mis pies se separan del suelo y puedo verme a mí mismo andando entre miles de cabezas, miles de moléculas de agua que conforman gotas, litros, ríos, mares, y en medio yo, dejándome llevar. Ahora soy el garbanzo que flota. En todas las ollas en remojo que he visto había uno. Ya lo entiendo todo. El garbanzo flotante era yo. Tiene gracia, todo lo que me diferencia de la gente, todo lo que me separa de ellos, me enmudece, me ensordece, me hace incapaz de tocar y de sentir, esa enorme diferencia que nunca he entendido, es lo que ahora me eleva, me salva. El garbanzo podrido que flota en la olla mira ahora al resto de garbanzos condenados al hervor con aires de grandeza, con silencioso e irreverente pasmo, con la indiferencia de saber que acabará sus días en la papelera, quizá germinando en algún vertedero, pero no como ellos, que nunca llegarán a ser más que un pedo asfixiado en un sillón. Se me pasa el sueño leguminoso, sigo andando, esta vez mi perspectiva es más modesta, la humildad de volver a tocar el asfalto con lo pies me devuelve la cordura. Hace calor, tengo que darme prisa en llegar al trabajo porque se me están empezando a derretir los pies. Sudo. Sudo mares salados gota a gota. Creo que por más prisa que me dé no voy a poder salvarme, al final también yo voy a fenecer en el hervor. Un momento, ahí está el portal. Una vez dentro me quito los auriculares y vuelvo del todo al mundo común. Mientras subo en ascensor no puedo dejar de preguntarme ¿A quién coño se le puede hacer aburrido el camino al trabajo en esta ciudad?
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