Quedaban pocos escalones. La escalera
era de acero pintado de rojo. El esmalte se había desconchado del
uso en los peldaños del principio, pero no en aquellos que él
pisaba. Había subido alto, no mucha gente llegaba hasta allí. Se
dió cuenta y paró un segundo a pensarlo. Sólo un segundo. Continuó
hacia arriba hasta que pudo ver la cornisa. Ya estaba allí. La
ciudad se dispersaba bajo sus pies hacia el horizonte, como si la
hubieran vertido. Calles, carreteras, parques, edificios, alquitrán,
pájaros, aviones, nubes... todo lo que existía estaba allí,
delante de él. No estaba nervioso, pero sudaba. Era un verano
especialmente molesto, pensó que no le vendría mal un poco de aire.
Chupaba su helado con detenimiento, mirando la ciudad como si tuviera
que aprender aquel paisaje de memoria. Le chiflaban los helados,
desde el primer día que pisó este mundo. Helados de limón, siempre
de limón. Él decía que en su planeta todo sabía como el limón.
Dejó de decirlo un día, claro, como también dejó de decir que podía volar. Quizá
el mundo no estuviese preparado para descubrir lo que él era
realmente. Quizá, pero eso no era justo. Ahora, sólo en quella azotea, no tenía que
disimular. Chupaba su helado amarillo y sonreía. -Lo acabo y salto-.
En otros tiempos, pensó que era una absurda idea romántica llevar
su condición en secreto. Pero llegó el rechazo. Para un alienígena
de su especie, el rechazo no era algo fácil de llevar. Para los
suyos no existía el rechazo, ni el miedo, ni el complejo. Y ahora
estaba en este planeta luchando contra enemigos que no podía ver. La
Inmensa Bola Azul, así es como él llamaba a La Tierra. Sabor a
madera, se acabó el helado. -Salto-. Se limpió la boca con la manga
y se acercó al bordillo. Noventa pisos. Trescientos cincuenta
metros, más treinta de la torre de la antena, trescientos ochenta.
Tenía que elegir una trayectoria de vuelo discreta. Debía evitar
pasar muy cerca del suelo, o de otros edificios altos, no quería
levantar sospechas. Podría haberlo hecho de noche, pero los de su
especie durmen de noche. Era la hora. Arrastró sus piernas flacas y
colocó los pies en la cornisa. Respiró profundo. No tenía miedo,
los de su especie no conocen esa sensación. Miró alto y barrió
luego aquella fotografía hacia abajo. Nubes, aviones, pájaros,
alquitrán, edificios, parques, careteras, calles. Sus pies. Se topó
con sus pies al final de la panorámica. Eso le hizo reír. Sabía
que estaban allí, y sin embargo no esperaba encontrárselos. Los de
su especie no son muy buenos anticipando acontecimientos. Respiró de
nuevo. Abrió los brazos. Podía sentir el viento azotándole en la
espalda. Abrió más los brazos, tenían que estar abiertos del todo,
le dolia el esternón, pero eso era normal. No tenía miedo. Sabía
exactamente qué hacer. Es instinto, los de su especie pueden volar,
como pueden volar las palomas. ¿Por qué habrían las palomas de
tener miedo? Recolocó sus dos pies. Paralelos, perfectos, quería
hacerlo bello. Aquel primer vuelo tenía que ser especial. Flexionó
las piernas y saltó. Dejó que la sacudida de fuerza le subiera por
la espalda y se diluyera en sus brazos. Sus pies se levantaron
súbitamente. Ya estaba en el aire. Salió en todos los periódicos.
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