sábado, 21 de abril de 2012

NOVENTA PISOS



Quedaban pocos escalones. La escalera era de acero pintado de rojo. El esmalte se había desconchado del uso en los peldaños del principio, pero no en aquellos que él pisaba. Había subido alto, no mucha gente llegaba hasta allí. Se dió cuenta y paró un segundo a pensarlo. Sólo un segundo. Continuó hacia arriba hasta que pudo ver la cornisa. Ya estaba allí. La ciudad se dispersaba bajo sus pies hacia el horizonte, como si la hubieran vertido. Calles, carreteras, parques, edificios, alquitrán, pájaros, aviones, nubes... todo lo que existía estaba allí, delante de él. No estaba nervioso, pero sudaba. Era un verano especialmente molesto, pensó que no le vendría mal un poco de aire. Chupaba su helado con detenimiento, mirando la ciudad como si tuviera que aprender aquel paisaje de memoria. Le chiflaban los helados, desde el primer día que pisó este mundo. Helados de limón, siempre de limón. Él decía que en su planeta todo sabía como el limón. Dejó de decirlo un día, claro, como también dejó de decir que podía volar. Quizá el mundo no estuviese preparado para descubrir lo que él era realmente. Quizá, pero eso no era justo. Ahora, sólo en quella azotea, no tenía que disimular. Chupaba su helado amarillo y sonreía. -Lo acabo y salto-. En otros tiempos, pensó que era una absurda idea romántica llevar su condición en secreto. Pero llegó el rechazo. Para un alienígena de su especie, el rechazo no era algo fácil de llevar. Para los suyos no existía el rechazo, ni el miedo, ni el complejo. Y ahora estaba en este planeta luchando contra enemigos que no podía ver. La Inmensa Bola Azul, así es como él llamaba a La Tierra. Sabor a madera, se acabó el helado. -Salto-. Se limpió la boca con la manga y se acercó al bordillo. Noventa pisos. Trescientos cincuenta metros, más treinta de la torre de la antena, trescientos ochenta. Tenía que elegir una trayectoria de vuelo discreta. Debía evitar pasar muy cerca del suelo, o de otros edificios altos, no quería levantar sospechas. Podría haberlo hecho de noche, pero los de su especie durmen de noche. Era la hora. Arrastró sus piernas flacas y colocó los pies en la cornisa. Respiró profundo. No tenía miedo, los de su especie no conocen esa sensación. Miró alto y barrió luego aquella fotografía hacia abajo. Nubes, aviones, pájaros, alquitrán, edificios, parques, careteras, calles. Sus pies. Se topó con sus pies al final de la panorámica. Eso le hizo reír. Sabía que estaban allí, y sin embargo no esperaba encontrárselos. Los de su especie no son muy buenos anticipando acontecimientos. Respiró de nuevo. Abrió los brazos. Podía sentir el viento azotándole en la espalda. Abrió más los brazos, tenían que estar abiertos del todo, le dolia el esternón, pero eso era normal. No tenía miedo. Sabía exactamente qué hacer. Es instinto, los de su especie pueden volar, como pueden volar las palomas. ¿Por qué habrían las palomas de tener miedo? Recolocó sus dos pies. Paralelos, perfectos, quería hacerlo bello. Aquel primer vuelo tenía que ser especial. Flexionó las piernas y saltó. Dejó que la sacudida de fuerza le subiera por la espalda y se diluyera en sus brazos. Sus pies se levantaron súbitamente. Ya estaba en el aire. Salió en todos los periódicos.

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