lunes, 23 de marzo de 2009
La gran rayada de César González
Todo empezó el 22 de marzo de 2009. Era domingo, en la cama había un hombre de 25 años tumbado y a su lado un teléfono móvil que había sonado decenas de veces aquella mañana. Lo oyó pero no contestó a ninguna de las llamadas. No quería. Cuando se cansó de aquella vaga horizontalidad salió del edredón para darse una ducha y tomar un café, había pasado la noche anterior bebiendo alcohol y fumando porros, no se encontraba muy bien, pero eso era lo de menos. El agua que salía de la alcachofa zumbaba grave en sus oídos y el impacto contra su cabeza formaba una pequeña cueva de gotas delante de su cara, aquello generó un espacio delante de él que le aislaba de la realidad. El olor del champú natural le recordaba a algún producto químico que había utilizado antes; no sabía a qué exactamente, pero no le olía a natural. Cerró la canilla, respiró profundo para hacer entrar en sus pulmones todo el vapor posible y sacó aquel cuerpo cansado de la bañera. Delante de él estaba el espejo del baño, rectangular y empañado. Su cabeza se reflejaba como una silueta lejana de colores apagados, le disgustó profundamente esa visión de sí mismo. Ese fue el momento exacto en que todo empezó a cobrar forma en su mente. El siguiente paso estaba claro; alargó la mano contra su propio reflejo y lo acarició con la toalla, la nitidez del espejo limpio le desveló su verdadero rostro, que le respondía desde la otra parte del cristal con una sonrisa comprensiva. Permaneció allí, de pie, desnudo, enfrente del cristal durante algunos minutos, el vapor que pululaba por el aire del baño volvió a empañar el espejo y le robó progresivamente la imagen que le había regalado. Salió de aquel cuarto dejando las huellas de sus pies en el parqué y una estela blanca tras de sí, fue hasta su cama y se sentó de nuevo en ella. Todo le parecía irreal, todo en el mundo, menos su propio cuerpo, era un juego de sombras chinescas sin ningún valor. Decidió no alejar estos pensamientos de su cabeza, quería desvelarse a sí mismo el final de la película. Se acostó del todo y pensó en un largo camino, quizá fuese la carretera de un zoo. A los lados del camino se levantaban dos alambradas metálicas tan altas que el mero hecho de intentar saltarlas le provocaba agotamiento. Notó que bajo sus pies el camino se asfaltaba con huesos y trozos de carne humana, rota, despedazada, de un color rojo tan intenso que la sensación de peligro se hacía casi insoportable. Decidió no mirar hacia abajo. Detrás de las verjas, el mundo florecía precioso e inalcanzable. La realidad se presentaba delante de él como un parque temático en el que las promesas sólo tenían el valor de crear ilusiones, pero nunca el de cumplirlas. Atrapados en aquella carretera había multitud de amigos, familiares y gente anónima que disfrutaba mirando el mundo a ambos lados. Todos sacaban sus brazos y piernas por entre los hierros oxidados para mantener cuanta más masa posible de sus cuerpos fuera de esa carretera. Una madre había matado a su hijo recién nacido intentando hacerlo pasar por entre los hierros verticales de la valla, la sangre brotaba de su cabeza y se mezclaba con la amalgama roja que todos pisaban. Él no quería mirar a través de los alambres, ya conocía lo que había al otro lado. Decidió acortar la ruta prescindiendo de la parte contemplativa, echó a correr hacia el final de la carretera. Todas las personas gritaban sonidos ininteligibles que se mezclaban con el olor en una sinestesia obscena y enfermiza. Algunas personas pagaban a otras para pisarlas y poder ascender por aquella alambrada a fin de ver un palmo más de horizonte. Otras se valían de sus propias fuerzas para forzar a los demás a alzarlos. Según avanzaba se iba encontrando de nuevo con todos los personajes que había dejado atrás, cada vez más viejos, cada vez más pequeños y caza vez más grises. Él, por otra parte, se sentía cada vez más cadáver y sus piernas flaqueaban más cuanto más se acercaba al final de la carretera. El último tramo le resultó extraño, de la carne del suelo sólo quedaban charcos, del color de antes sólo permanecía en el ambiente una leve percepción más parecida al recuerdo que a la realidad. Tuvo que recorrer los últimos metros andando porque el oxígeno escaseaba en esa parte del camino. Miró sus manos, las uñas le hacían largos tirabuzones, su pelo ralo y su piel quemada se iban desprendiendo del cuerpo, cada vez pesaba menos. Cuando por fin consiguió acabar aquella ruta, alguien le esperaba a la salida. Un hombre de edad avanzada, con un olor muy parecido al del champú que dejó en el baño le vació los bolsillos y llenó una bolsa de plástico negra con lo que había en ellos. Algunas monedas, la chapa de una botella de cerveza, un trozo de cigarro y una pelusa pequeña y azulada fue todo lo que consiguió quitarle. El hombre de la bolsa miraba al joven con extrañeza, esperaba encontrar algo más dentro de sus bolsillos. Etiquetó su botín y lo almacenó junto con otros cientos de miles de bolsas en una estantería tan alta que no alcanzó a ver el final. Una voz metálica, salida de una máquina le dijo “gracias” con un tono seco y plano. El hombre de la bolsa se acercó a él y le empujó a un enorme agujero cuyo fondo se intuía negro e infinito. Como de una descarga eléctrica, el joven salió de aquel sopor y regresó de nuevo a la cama de su cuarto. Por primera vez en muchos años, sintió un miedo profundo y frío que se agarró a su piel y penetró violenta y dolorosamente por todos sus poros. Flexionó su brazo derecho, como por instinto, para palparse los bolsillos, todavía estaba consternado y no sabía muy bien si lo que había vivido era un sueño. La calma volvió a él cuando descubrió que no había bolsillo alguno, seguía tumbado, desnudo, sereno y joven. Incorporó su tronco para recuperar de nuevo la verticalidad, quería abrir los ojos otra vez. Se levantó, abrió todas las ventanas de la casa, respiró profundamente y volvió al baño. Todo seguía igual que cuando salió de la ducha y comprendió que aquel susto no había sido más que una pesadilla. Nunca supo muy bien cómo interpretar aquello, pero lo cierto es que el reflejo de su rostro en el espejo del baño nunca le volvió a mirar de aquella manera.
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2 comentarios:
Lo realmente cierto es que esa mirada siempre estará detrás del espejo. La cuestión es conseguir que se quede ahí.
Fascinante a la par que preocumante.
Espero verte pronto, suerte en tu nuevo curro. Abrazos pa ti y pa Elena.
Arg, no cuesta nada poner algún que otro salto de línea y puntos y aparte cuando se escribe un texto de más de 300 líneas...
No he podido leerlo todo xD
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