Llovía, como de costumbre. Después de hablar un rato, ella se piró. Y la lluvia que caía, constante como una cadena de producción china, convertía el espacio en algo distinto. Con cada paso que ella daba, rompía mil telones y se adentraba en tramos cada vez más lejanos. Pero la lluvia no es sólo un montón de gotas cayendo a la vez. Es algo más, es ambiente, humedad, olor, sonido. Digamos que nunca hay silencio cuando llueve, y simple huele a algo diferente a lo normal. La luz no responde igual, y hasta el Sol se retrae cuando esto ocurre. Bien, eso no es importante. Llovía, está claro. Y la piba se estaba yendo. Así que él, que no podía romper los mil telones que ella había dejado ya atrás, decidió gritar. Y gritó para ser oído. Gritó hasta desgañitarse, gritó como un león, como un estruendo. Las palabras atravesaron las gotas como una onda sónica, de hecho eran una onda sónica. Nadie en la calle se volvió, tampoco la chica. Gritó una vez más. Primero fue su nombre. Y nada. Luego gritó un montón de intenciones, declaraciones, manifiestos, algún taco también. Tomó más aire y volvió a gritar. Otra vez su nombre. Pero nada. No se volvía. Algo estaba haciendo mal. Ella no se volvía. Seguía andando. Y se esfumó entre las cortinas de gotas que colgaban de ninguna parte. Y allí se quedó él, con los hombros bajos, mojados, y el pelo escurriéndole bajo aquella lluvia tan inoportuna de julio. Toda la ciudad era un charco. Llovía a mares, y él se quedó seco. Estaba pensando, porque siempre lo está, que quizá hubiera sido más útil gritar en voz alta. Quizá.
2 comentarios:
Qué bonito.
Todo me parece bonito… Estoy pensando en las veces que habrán timado a Pau Donés en una pescadería. No puedo ver tus montaje de fotos, tía...
Publicar un comentario