martes, 8 de mayo de 2012

Monzén

El maestro y el discípulo aguardaban al atardecer como cada jornada. Sentados en silencio. El viento azotaba las ramas de los almeces, empujándolas a rachas hacia un lado y hacia el otro.  El sol se colaba entre las nubes del incipiente Monzón partiéndose en miles de alfileres amarillos que se clavaban en los campos de arroz encharcados. El olor a ozono era la sinestesia perfecta para aquel verde encendido de los valles. El gran maestro Dogen tenía grandes planes para su discípulo. Llevaban juntos doce años, viviendo solos en la misma montaña. No habían bajado nunca al poblado. Se alimentaban de las raíces que encontraban y del té que ellos mismos cultivaban con ritual esmero. Silencio alrededor. Sólo viento y una cigarra impertinente a ratos. Dogen sabía que su discípulo quería contarle algo. El maestro era sabio y viejo, prefirió esperar a que fuera él quien se lo dijese. Permaneció allí, silente, pasmoso y arrugado, apoyado en su vara de bambú. Koun Ejo, su más brillante discípulo, tenía entonces quince años. No podía esperar más. Aquella misma tarde se lo dijo al maestro.

-Maestro. Esta noche bajaré a la aldea.
-Pues toma cinco pavos y me pillas un paquete de Chester.
-Chachi. 

Y la cigarra calló, del verbo callar, escrito con elle y con tilde en la ó. Y oyeron cesar al viento. Y vieron morir al Sol. Era hora de pillar tabaco. Dogen observó partir a Koun Ejo. La reciente oscuridad era una manta negra que se tragó a su discípulo a los pocos pasos. El maestro se quedó allí sentado, apoyado en su vara de bambú, pensando en movidas metafísicas. Se estaba rayando con el Zen como sólo un gran maestro puede rayarse. La luz del candil redibujó sus arrugas para partir aquel rostro centenario en un millón de surcos. Parecía que la llama quisiera agradecerle su sabiduría esculpiendo en su cara la estatua que un viejo loco como Dogen jamás llegaría a tener.

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